Foto: Yolanda Bilbao

domingo, 4 de enero de 2009

JAVIER HERNANDEZ LANDAZABAL (Entrevistado por Alfredo Fermín Cemillán, "Mintxo")


Portada del nº 4 de la revista “PAPELES DE ZABALANDA”.
Septiembre 2008
(Cuadro de portada: “LA SUBLIMACIÓN DEL POP SEGÚN SAN JUAN DE LA CRUZ”, Óleo/Lino, 50x50 cm), 2001, de Javier Hernández Landazabal).

Javier Hernández Landazabal. © Cesar San Millán.

El autor de la portada de esta revista se ha prestado a contarnos las razones que le empujan a seguir pintando, a pesar de haber desarrollado en su vida artística otras facetas –cómic, escultura, literatura…-. Con esta entrevista, realizada como una conversación por correo electrónico, nos permite visitar sus inquietudes, los vericuetos teóricos que sustentan su actividad y le motivan.

Alfredo Fermín Cemillán (AFC): ¿Y tú pintas o trabajas?

Javier Hernández Landazabal (JHL): Intuyo por donde va la pregunta. Porque, a este lado del planeta, el poso y peso de la tradición judeo-cristiana conduce —consciente o inconscientemente— a identificar trabajo con castigo, con esfuerzo, con sudor, “con el sudor de la frente” —en palabras bíblicas—. Bajo este prisma, el trabajo es concebido como algo ingrato, penoso e insatisfactorio, insano, incluso. De lo contrario no sería un trabajo. Un hobby, como mucho, pero nunca un trabajo, y menos aún un trabajo “como Dios manda”. Y así, el pintor, el artista, cualquiera que aparentemente disfrute con lo que hace es percibido como alguien que subvierte las reglas, como un escaqueado de la maldición divina, como un ser que incomprensiblemente aún no ha sido arrojado del Paraíso.
Subyace, además, en el imaginario colectivo la idea estereotipada —cuánto daño ha hecho la mala literatura— del artista bohemio, irresponsable, asocial, inadaptado individuo de vida disoluta que crea a ráfagas de inspiración, y cuya placentera actividad dista mucho de los dictados marcados por un siempre opresivo convenio laboral.
Pero la realidad, sin embargo, es muy otra. “La inspiración es para principiantes. El resto de nosotros llegamos y nos ponemos a trabajar. No hay ninguna luz que se descubra entre las nubes y me dé en la cabeza”, afirmaba Chuck Close. Y, así es, en efecto, porque el pintor, el artista en general, es un trabajador más, un obrero del arte.
¿Qué si pinto o trabajo, preguntabas? La pintura es mi trabajo


AFC: Entonces, como trabajo tal cual, se le tendría que suponer una demanda, si alguien hace un trabajo es porque algún otro lo solicita o lo va a desear. ¿Dónde sitúas el límite y la relación entre lo que a ti se te ocurre y lo que al resto de la gente le interesa?

JHL: Vivimos en una economía de mercado y la pintura, el arte en general, no deja de ser un bien de consumo más. Sujeto a la ley de la oferta y la demanda, es objeto de inversión y especulación y, en cierta medida, es arte en función de lo que vale. En este contexto, podría afirmarse que el papel del artista queda reducido a mero fabricante de objetos destinados a satisfacer una demanda cultural, más o menos elitista. En consecuencia, su relación con la gente, con el consumidor, no sería otra que la puramente mercantil y el límite, como en cualquier otra actividad comercial, estaría marcado por la propia ambición del artista, por su grado de destreza y por su posterior habilidad para saber vender el producto.
Pero este razonamiento, en apariencia impecable, se tambalea en cuanto introducimos una nueva variable. Porque, como mercancía, el arte es una mercancía misteriosa. Surgido —como la religión y como el mito— de un deseo insatisfecho, posee vocación de contener artificialmente una angustia existencial. Por ello conlleva incluido en el lote un plus intrínseco, un valor añadido, un algo intangible difícil de tasar y de evaluar, “una vitalidad propia, una energía encerrada, independientemente del objeto representado” —en palabras de Henry Moore—.
Con todo ello, la cosa se complica porque, aun siendo efectivamente un trabajo, esta impregnación “de lo espiritual en el Arte” —que diría Kandinsky— hace que la labor del artista no sea un trabajo tal cual, sino que dependa en gran medida de un cierto poder de vocación, de una mayor o menor fuerza de voluntad artística. Y será, precisamente, el grado de radicalidad o intensidad de ésta el condicionante final del producto, el que marcará los límites de sumisión a las demandas del mercado y establecerá la relación —próxima o distante, a veces nula— del artista con la gente.


AFC: O sea, el arte es más puro cuanto más intensa es la voluntad artística del que lo hace. Y dices también que es más arte cuanto más vale en el mercado…
Por tanto, ¿la voluntad artística ideal perseguiría valer cuanto más mejor porque así es más arte? ¿No crees que corre el riesgo de transmutar en voluntad mercantil, dado que entonces sería aquél el que legitimaría una obra creativa como arte? ¿El valor económico otorga mayor valor artístico
?

JHL: No me parece a mí que sean éstas, en rigor, las conclusiones que se desprenden de lo expuesto. Quizá, no haya sabido expresarme con propiedad, así que reitero en el intento:
Estamos hablando de dos planos distintos —precio de mercado y valor artístico— que, aunque discurren en paralelo, no siempre van a la par. Son dos realidades que no conviene mezclar —“sólo el necio confunde valor y precio”, apuntaba Machado—, y que atañen a aspectos diferentes de un mismo asunto.
El precio, está en función de la cotización del artista. Y ésta, en gran medida, es resultado del poder de persuasión de galeristas, críticos, comisarios de arte y un largo etcétera de elementos circunstanciales, léase apoyo de entes institucionales, edición de catálogos, publicaciones, presencia del artista o de su obra en los más variados medios de comunicación, exposiciones, ferias de arte o, incluso, casas de subastas. La interacción de todo ello en su conjunto (factores —como puede apreciarse— colaterales al arte, ajenos al proceso de creación y, en cierta medida, guiados por intereses espurios) es lo que a la postre, consolida la “firma” y determina —al margen de su valor artístico— el precio final del producto. Y no sólo eso. Todo ello también dictamina para el gran público —que normalmente no cuenta con otros referentes— lo que, en definitiva, es o no es “arte” y en qué grado. Puede parecer lamentable —y de hecho lo es—, aberrante, incluso, pero así es la trastienda del arte.
Y en el otro extremo del tinglado, la obra como tal, su valor intrínseco. Un valor evaluable estrictamente desde baremos de calidad artística, que en modo alguno suelen coincidir —por exceso o por defecto— con su artificial cotización mercantil.
Sobra insistir que lo ideal sería una relación de equivalencia, de equilibrio entre ambos aspectos, en apariencia irreconciliables. Pero el mercado manda. Y “la vida es así —que diría la canción—, no la he inventado yo”.

AFC: Volviendo a la cuestión de la motivación para pintar, o crear, que dices surgiría de alguna necesidad de cubrir un deseo insatisfecho; estas palabras tuyas me sugieren imágenes ensoñadoras, melancólicas, irónicas, irreales aparentemente realistas, impecablemente sugestivas, venidas como de “suspensos de la memoria colectiva”… ¿Coincide mi definición con tus intenciones?

JHL: Efectivamente, poco más o menos, todo eso que dices podría servir para sugerir el sentido de mi pintura. Una serie de imágenes meticulosas, escrupulosamente elaboradas que recrean “espacios intemporales, aunque muy concretos e identificables en su ambientación física” —en palabras de Santiago Arcediano—, con una cierta vocación de conjuro contra yo qué sé. Llámalo angustia, miedo o, simplemente, tedio existencial. Así, al menos, es como yo lo veo cuando estoy de buen humor, cuando pienso en positivo, cuando creo que las cosas tienen, —o deberían tener— un sentido, una razón de ser en sí mismas. Y así quiero creerlo, porque esto del arte es en gran medida una cuestión de fe, de voluntad de fe, de querer creer.
Pero también debo reconocer, que de habitual me puede un cierto escepticismo. Y tiendo a pensar entonces que aquel sentido mágico primigenio ha caducado con el tiempo, que de aquella vocación de colmar un deseo insatisfecho poco queda. Como mucho, una huella, un rastro, un poso, una memoria, dosis homeopáticas, casi un efecto placebo al que agarrarse, como a una tabla de naufrago, para no hundirse con todo el equipo.
Porque hoy en día la humanidad, huérfana de Dios desde que Nietzsche abrió la boca, camina por la vida en busca de certezas. Se arma de razones y huye de lo simbólico, de la religión y del arte, de “supersticiones pueriles” —que diría Einstein—. Escamada, convencida de que la magia tiene truco, se decanta hacia lo empírico y demostrable. Se refugia en la ciencia. Y, paradójicamente, volcando en ella toda su fe ciega, la eleva a rango de religión. De nueva religión laica que, sin duda, dará respuesta a todas sus preguntas, y llegará al origen y fundamento de las cosas, resolviendo, incluso, aquello que en jerga científica se conoce como "la partícula de Dios", o también, como "la fórmula de Dios" (y no es broma).
Y, así, ante el poder demoledor de la razón, la religión al uso se ve reducida, en el mejor de los casos, a manual de auto-ayuda. Y el mito, a marca o logotipo. Y el arte, a firma, a autógrafo coleccionable.
¿Y el artista? El artista, persuadido de que, bajo el foco cegador de la ciencia, de poco sirve ya la atávica antorcha de la que se siente portador, se ve forzado a renunciar a su papel de guía. Degradado en sus funciones, rebajado a mero dinamizador de grupo intenta esforzarse por amenizar (arte/espectáculo) este “viaje a ninguna parte” en que, a la postre, se resume la existencia. Pero, en su vanidad, insatisfecho en su nuevo rol de secundario, no se resigna a ser mera comparsa. Convencido de que aún tiene algo que decir y que aportar, rebusca en su morral interior, en la creencia de que “expresándose a sí mismo, expresa al mundo” —como diría Umbral—.
Y aquí es donde yo quería llegar. Porque, precisamente, esa mirada hacia adentro para comprender lo de fuera, ese ahondamiento en lo pequeño para acceder a lo grande, ese salto a lo genérico transcendiendo lo concreto, esa sublimación de la anécdota a categoría universal, en definitiva, esa identificación de la parte con el todo es obsesión y motivo recurrente en mi obra. Y, también (sin pretenderlo), el eje sobre el que bascula esta entrevista: una aproximación al sentido —y, también, al sin sentido— del arte, desde la obra concreta de un pintor en particular, desde mi obra.

AFC: Bien, se me ocurren muchas preguntas, pero tenemos que ir terminando. Te veo lleno de argumentos y de “disculpas”. ¿Es que consideras que un pintor como tú, que se recrea en la artesanía de la pintura realista mimando la técnica para narrar cosas, en estos tiempos de inmediatez y de fotografía necesita demostrar que no está fuera de tiempo y lugar? ¿O es que también juegas con ello?

JHL: ¿Disculpas? No. Como mucho un intento de justificar ciertas claudicaciones del arte para adaptarse a los nuevos tiempos y sobrevivir. Claudicaciones del arte en general, no de mi obra en particular, que esa es otra historia. O, mejor dicho, otras historias, porque si algo es —o pretende ser— mi pintura, es narrativa.
Xabier Sáenz de Gorbea me definió en una ocasión como un “creador de escenas de ficción tratadas muy figurativamente, de la misma manera que si fueran reales”. Aparentemente reales, cabría apostillar, porque la pintura es un juego de apariencias. Pero, efectivamente, por ahí va la idea: soy un pintor realista. Hay quien dice, incluso, que hiperrealista. Pero no. La palabra “hiperrealismo” no define mi pintura. Porque el “hiperrealismo” se ciñe a un momento muy concreto y a la búsqueda de una pintura de efecto, pero sin densidad ni poso, con la que poco o nada tengo que ver. Ni formal ni temáticamente me considero heredero de aquel frío y racional movimiento norteamericano de los sesenta.
No. Mi pintura parte de la tradición. De la tradición europea y española. Sobre todo, del barroco, aunque, con inevitables guiños manieristas y un cierto regusto academicista y decimonónico. Todo ello, no obstante, filtrado por la propia experiencia, mediatizado por un entorno social y cultural concreto y tratado —prosiguiendo con Sáenz de Gorbea— “desde una perspectiva conceptual que refleja evidencias de la semiótica y de las experiencias de otras artes, proponiendo un marchamo que va de lo plástico a lo literario, unas anécdotas no exentas de carácter reflexivo y toques de humor”. En resumen (con todos los matices que se quieran añadir), una pintura hija de su tiempo y su lugar, que, sin embargo, no es ajena a la propia historia del arte ni reniega del pasado.
Y, respecto a la formulación de tu pregunta, un pequeño matiz: la fotografía no es incompatible con la pintura ni, en modo alguno, la coloca fuera de lugar. Sobra decir que fotografía y pintura llevan más de un siglo de armónica convivencia e, incluso, mestizaje. Y, precisamente, porque la fotografía ha relevado a la pintura en su labor de levantar acta de la realidad, ésta —la pintura— liberada de lastres, ha podido explorar nuevos caminos plásticos. Es decir, no sólo no la ha desplazado, sino que le ha dado alas. Para muchos pintores —entre los que me cuento— supone, además, una poderosa ayuda, una herramienta más.
Así es como yo lo veo. Así es como creo que son las cosas. Pero, aunque no lo fueran, aunque estuviera en efecto fuera de tiempo y de lugar —es un suponer—, posiblemente seguiría haciendo lo que hago. Porque soy pintor y disfruto pintando. Me gusta mi trabajo. Me gusta lo que tiene de oficio. Me gusta la pintura y, también, una cierta ortodoxia, un método y un mínimo rigor. Y me gusta —sobre todo, en estos tiempos de prisa e inmediatez— que sean los cuadros los que exijan su tiempo, los que impongan el ritmo, los que marquen las pausas.

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