Foto: Yolanda Bilbao

martes, 2 de noviembre de 2010

PINTURA 1985 -2000 MONTEHERMOSO


Bajo el epígrafe HERNANDEZ LANDAZABAL. PINTURA 1985-2000, la muestra (Centro Cultural Montehermoso. Vitoria-Gasteiz) resumió la trayectoria plástica del autor durante la última década y media  del pasado siglo. Compuesta por medio centenar  de obras, procedentes  en su mayoría de colecciones particulares del País Vasco, se completó con un catálogo que recogía la totalidad de la obra expuesta. Antonio Altarriba y Xabier Sáenz de Gorbea fueron los artífices del texto.

EL PINTOR QUE CUENTA (Texto extraído del Catálogo)

Antonio Altarriba


LA  HUELLA DE LEONARDO  (1986)   Oleo/Tablex. 205 x 181 cm.

La pintura ya no cuenta nada. En las últimas décadas ha expulsado la narración de telas y murales. Se acabaron las referencias a hechos sagrados, históricos o cotidianos. Terminó la descripción realista o la invención imaginativa de paisajes y bodegones. Todos los temas, todos los motivos que hasta entrado el siglo XX aportaban a la obra un indiscutible valor documental han desaparecido. Ya no hay situaciones ni personajes ni, por supuesto, acción. Ahora la pintura retrata los avatares del color, la forma y la materia, desarrolla el concepto que la estructura o manifiesta las pulsiones del trazo que la constituye. El resultado es la mancha, geométrica o informe, transparente o empastada, en armonía o en ruptura, pero siempre ilegible, sin más historia que la de su propia configuración. No expresa una intención sino que se limita a ocupar una extensión. No dice ninguna otra cosa que la celebración de su factura. Es como si el cuadro hubiese dejado de ser ventana por la que se contempla el mundo para convertirse en espejo que refleja las preocupaciones del artista. Sí, en las últimas décadas la pintura se ha quedado ensimismada y, atrapada en el laberinto de su constante cuestionamiento, ha dejado de contar.

Este abandono de la narratividad se ha llevado a cabo de manera paulatina y, a veces también, radical. Durante muchos años, desde muy diversas instancias, se ha descalificado la pintura figurativa, sobre todo aquella más directamente vinculada con el relato. De manera implícita, pero a menudo tajante, se daba a entender que esa voluntad - tradicional, casi consustancial del quehacer pictórico - de imitar los aspectos del entorno había caducado definitivamente. En la época de la fotografía, del vídeo, de la imagen sintética y de la definición digital, sacar un pincel y, con meticulosa aplicación, ponerse a reproducir sobre un lienzo los quiebros de la luz o la contundencia de unas formas parece una tarea inútil y anacrónica. Se diría que, en su afán por evitar la competencia de aquellos inventos que permiten la grabación automática de la realidad, la pintura se ha ido alejando de la ilustración para instalarse en la abstracción. Como si su salvación o, al menos, la garantía de su modernidad dependiera de la diferencia con otras performancias meramente tecnológicas. Evidentemente esta práctica le ha permitido profundizar en la exploración de sus recursos específicos, conocer sus límites, investigar nuevas relaciones con otros medios y, sobre todo, crear obras muy notables. Pero tanta insistencia en las búsquedas más extremas ha acabado estableciendo una incomprensible incompatibilidad, todavía vigente en algunos sectores, entre lo plástico y lo semántico. Y así ha quedado consagrada una falsa ecuación, difundida a menudo con pretensiones normativas, en función de la cual, si el cuadro cuenta, el cuadro no sirve.

LA DECADENCIA DEL POP (1991)  Oleo/Lino 162 x 114 cm.
Naturalmente no todos han seguido estas pautas y, a pesar de críticas y anatemas, la pintura figurativa, asentada con firmeza en su capacidad mimética, ha perdurado, incluso ha protagonizado algunas de las tendencias más estimulantes del siglo. Javier Hernández Landazábal pertenece a este grupo de pintores. Es más, tanto en sus posicionamientos como en su trayectoria – ha trabajado también como dibujante de historietas -, manifiesta una decidida vocación narrativa. Basta un primer recorrido por su producción para comprobar hasta qué punto abundan las situaciones sorprendentes, las acciones congeladas o incluso el suspense por el posible desenlace. Sus cuadros, como si de viñetas se trataran, muestran que algo puede ocurrir o que, de hecho, ya está ocurriendo. Son, además de otras cosas, el espacio del acontecimiento. Pero no debe entenderse por ello que se encuentran al margen de problemas o indagaciones conceptuales. Muy al contrario, casi toda la obra de Landazábal propone una reflexión, una alusión irónica o, al menos, un guiño sobre la esencia y la función de la pintura. Por supuesto, tampoco descuida la composición y cada uno de sus lienzos se organiza a partir de una rigurosa planificación de las formas y del color. Pero todas estas preocupaciones de orden estético o teórico se articulan en torno a un argumento, una intriga previamente urdida, que concede a sus preocupaciones plásticas una especial densidad convirtiéndolas a menudo en paradojas irresolubles.

IMAGEN REAL, IMAGEN VIRTIAL (1991)   Oleo/Lino  162 x 114 cm.
Para contar sus historias, Landazábal se vale de un estilo claro, algo así como una cuidada caligrafía que dota a sus temas de la máxima rotundidad y permite identificarlos sin riesgo alguno a equivocarse. Las figuras y los objetos se perfilan con nitidez, exhibiendo unas veces su esplendor, otras su decadencia y, en la mayor parte de los casos, su esplendor decadente. La meticulosa pincelada ejerce tal fascinación que, a menudo, el espectador permanece hechizado ante la maravilla de su perfección técnica y se queda allí atrapado, sin poder atravesar la barrera de la ilusión hiperrealista. Pero, una vez superada esta fase, se penetra en la historia, en el mensaje que subyace en el cuadro, y entonces se descubre un trasfondo casi siempre inquietante. Tras la tranquilizadora legibilidad de su estilo, los cuadros de Landazábal están habitados por el misterio. Hay en ellos algo que se resiste a la interpretación y que proviene de la naturaleza de la historia contada. Y es que los relatos de Landazábal no tienen un final feliz, no zanjan de manera satisfactoria el desarrollo de la intriga sino que plantean una interrogación de difícil respuesta. Por eso, en la contemplación de su obra, la admiración por la perfecta ejecución va siempre acompañada de una dosis de perplejidad.

Para agrupar los temas de los que nos habla, Landazábal propone una clasificación de su trabajo en varias series. En Realidades planas plasma paisajes urbanos marcados por el deterioro. Fachadas en ruinas, tablones carcomidos, puertas oxidadas o interiores destartalados constituyen los principales motivos de este primer grupo. En Personajes anacrónicos rescata del daguerrotipo figuras antañonas, atrapadas en una indumentaria pasada de moda y afectadas por una cadavérica palidez, para ponerlas en relación con objetos contemporáneos. En la serie Meta-artística recoge los numerosos cuadros que, de una manera o de otra, plantean una reflexión sobre la naturaleza del objeto artístico y los principios de la representación. En Natura-urbana se dedica a explorar insólitos encuentros entre lo mecánico o lo metálico y lo biológico, entre lo artificioso y lo natural. Pero una revisión de las distintas series demuestra la estrecha comunicación entre ellas. Las Realidades planas están pobladas de personajes anacrónicos que se perfilan en los cuadros, carteles y fotografías que decoran estos decrépitos ambientes. Los personajes anacrónicos suelen aparecer agarrados a un aerógrafo, exhibiendo un rotulador o sujetando un tebeo, es decir, ofreciendo elementos que reenvían a la especulación meta-artística. Y Natura urbana se puede considerar como un desarrollo específico de sus realidades planas, pero añadiendo algún elemento vivo, normalmente vegetal, que funciona como contraste.

Así pues los grandes núcleos argumentales se entrecruzan, se pasean de una serie a otra constituyendo un conjunto mucho más compacto de lo que pueda parecer a primera vista. Y no sólo los argumentos, también algunos procedimientos aparecen utilizados con persistencia. El más común de todos ellos funciona creando una dinámica de relación entre personajes y objetos basada en la búsqueda de sorprendentes yuxtaposiciones. Este principio de clara raigambre surrealista consiste en aproximar elementos inconvenientes, poner en relación realidades muy dispares para crear un efecto de ruptura de expectativas. Una vaca en un museo, un álbum de Tintín sobre el alféizar de una ventana gótica, una niña de principios de siglo jugando con un cubo de Rubik, un ramillete de hojas pegado sobre una puerta herrumbrosa son tan sólo algunos de los ejemplos más impactantes. Por este medio instaura en el cuadro un desorden, una incompatibilidad de realidades que exige una explicación y, consecuentemente, pone en marcha el proceso narrativo.

A pesar de haber dedicado a la cuestión meta-artística una serie completa, el tema desborda e impregna prácticamente toda la obra de Landazábal. La forma más frecuente de interrogar los límites y las posibilidades de la creación artística pasa por el juego de la representación dentro de la representación. Son muy numerosos los cuadros que escenifican otros cuadros o esculturas o fotografías o tebeos o revistas o periódicos o libros o cualquier otro sistema de transcripción de la realidad. Y también aparecen con frecuencia pinceles, caballetes, lapiceros, rotuladores, aerógrafos, cámaras polaroids y hasta museos... cualquier dispositivo relacionado con la creación o la captación de imágenes ocupa un lugar privilegiado en sus cuadros. Incluso retrata a otros artistas como Magritte, Oteiza o Warhol. La insistencia de Landazábal en introducir estas abundantes alusiones al mundo de la plástica demuestra una inquietud básica sobre las capacidades de la pintura para reflejar la realidad y también sobre la resistencia de esa realidad para dejarse atrapar por la pintura, por muy realista que ésta sea. Pero además de eso señala los indecidibles límites entre el mundo y su reflejo, denuncia la presencia constante en nuestro entorno de imágenes reproducciones, iconos que guían nuestra experiencia y hacen que vivamos no tanto en relación con hechos y personas sino con su representación trucada, con un simulacro impalpable y de improbable emotividad. Para Landazábal, por lo tanto, el cuadro y los problemas derivados de su elaboración no terminan nunca, en cualquier caso se prolongan mucho más allá del marco.

Sin embargo, el tema que cruza toda la obra de Landazábal, la ocupa hasta los más profundos rincones y se refleja de múltiples maneras en sus cuadros es el tema del paso del tiempo. Cabría incluso preguntarse hasta qué punto las consideraciones meta-artísticas anteriormente mencionadas no tienen como punto de partida esta preocupación y funcionan como crítica o, al menos, como puesta en perspectiva de la imposibilidad de detener el tiempo o de captar el instante. De hecho, los cuadros del pasado, las fotografías anticuadas, incluso los ejemplares de publicaciones caducadas, tan frecuentes en la obra de Landazábal, hablan de una voluntad de permanecer que el polvo, el moho o el desajuste de las modas se encargan de ridiculizar. Y el paso del tiempo está también de forma totalmente explícita en los personajes anacrónicos y en las realidades planas. Representados con su pátina de suciedad, manchas, corrosión y demás huellas de erosión, tanto las figuras como los personajes se convierten en víctimas de ese fluir temporal que está a punto de engullirlos. Casi todo lo que Landazábal pinta es viejo, antiguo o está estropeado. La visión crítica del museo como espacio de la eternidad artística – visión con la que juega en alguno de sus lienzos – podría igualmente interpretarse desde este punto de vista. Es más, probablemente el denso entramado de su pincelada obedezca, sobre todo, a una necesidad de lograr que el trabajo realizado perviva, que permanezca enganchado en la perfección de una pintura sin fisuras.

Así pues, Landazábal cuenta. Y cuenta mucho. Nos habla de la dificultad, quizá de la imposibilidad de contar, de los engaños de la percepción, de la futilidad de nuestros mitos y de otras muchas cosas. Pero, antes que nada, nos relata su fascinación ante el rastro de ruina que el transcurso implacable de los días deja a su paso. Nos explica en qué medida todo, arte incluido, está sometido al tiempo y cuán pretencioso resulta cualquier intento de detenerlo. Y este cuento de necesidad y miedo, independientemente de las opiniones o de las etiquetas de modernidad otorgadas por la crítica, nunca dejará de interesarnos.




PERFECTO HIPERREALISTA  (El Correo, 1 de Marzo de 2000)

Alicia Fernández
SU PRIMERA COMUNION ( II ) (1988)    Oleo/Tablex 155 x 91 cm.

Situado al margen de los circuitos habituales, por fin puede verse una retrospectiva de la pintura de Javier Hernández Landazabal (Vitoria, 1959). El artista ofrece al público medio centenar de obras, desde 1985 hasta la actualidad. Un proyecto ambicioso para un pintor con extensa producción repartida en numerosas colecciones particulares, entre ellas algunas de Vitoria y Bilbao que han prestado sus cuadros para esta exposición. El conjunto permite considerar correctamente su trabajo que, además de ser una representación hiperrealista técnicamente perfecta, posee otros valores que son los nexos conceptuales, el interés narrativo y los guiños irónicos al arte contemporáneo. Con ello Hernández construye su particular “crónica social y cultural de la realidad”, explicada por Xavier Sáenz de Gorbea en el completo análisis crítico del catálogo.
Pues bien, él se considera fundamentalmente pintor, y sin duda lo es, pero en sus comienzos fue escultor y ahora también es dibujante profesional, ilustrador de libros y carteles y además, artista del cómic, colaborador regular de varias publicaciones. No en vano la creación de viñetas guarda con su obra pictórica una estrecha relación —señalada por Antonio Altarriba—, y reflejada en “esa decidida vocación narrativa” de sus cuadros, en los que “abundan situaciones sorprendentes, las acciones congeladas o incluso el suspense por un posible desenlace”.
Así, al recorrer la exposición, organizada por afinidades temáticas, el espectador puede sorprenderse por la historia contada pero también por el increíble verismo de las imágenes que provocan asombro y perplejidad; como en el caso del retrato del anciano que está sentado al fondo, que no es otro que el protagonista del cuadro Príncipe y mendigo dedicado a Somorrostro, el popular transeúnte que antaño recorría las calles vitorianas.
La muestra es un paseo desde sus primeros lienzos realistas de Realidades planas, con detalles de las huellas del paso del tiempo en paredes y superficies; a los Personajes anacrónicos a tamaño natural, rescatados del pasado pero representados con algún elemento moderno; pasando por su original visión de Oteiza o de Las vacas sagradas del arte vasco y por otras secciones donde se mezclan los motivos, algunos procedentes de sus propios cómics.

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